Retrocedamos unos 500 000 años. En una caverna cerca de Pekín vive una familia de chinos. Están comiendo alrededor del fuego; es invierno y la carne es escasa. El hijo más pequeño, que nunca permanece quieto, deja caer de pronto en el fuego el pedazo de carne cruda. Su madre le regaña:

—No tenemos apenas comida, ¿qué haremos ahora?

—Intentaré sacarlo del fuego —dice el padre—. ¡Mientras cómete la mía!» El padre se quema y suelta varias imprecaciones pero consigue clavar con un palito la carne que chirría. Le da un bocado. ¡Uf, quema! Pero… ¡Está buena…!

La historia del muchachito chino pudiera no ser una fantasía. El lugar y la fecha en que ocurrió esto nos lo ha proporcionado de verdad la arqueología; si fue o no fue un niño chino el que logró por primera vez la cocción de los alimentos en realidad no lo sabemos… De cualquier modo, una vez que se hubo descubierto que el alimento puesto al fuego estaba más bueno, el hombre empezó a preferirlo al crudo. Lo cocinaba directamente sobre las brasas o manteniéndolo suspendido encima del fuego con una vara.

Utilizaba también losas de piedra y trébedes de madera en los que colocaba o colgaba la carne que quería asar.